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En el mundo prehispánico, el océano y los seres vivos que lo habitan tenían un rol preponderante en el ámbito de la economía, pero también en el de la religión y el arte. Así lo demuestra una reciente investigación que identificó la presencia de cinco estrellas de mar, pertenecientes a dos especies distintas, en una ofrenda milenaria de la Zona Arqueológica de Tula, en Hidalgo.
Llevada a cabo por especialistas adscritos al Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH), dependencia de la Secretaría de Cultura federal, y al Instituto de Ciencias del Mar y Limnología (ICML) de la Universidad Nacional Autónoma de México, esta pesquisa se centró en un conjunto de placas calcáreas, descubierto en los años 90, dentro de un depósito ritual del edificio conocido como el Palacio Quemado.
Aunque se sospechaba que dichas placas podían ser los restos óseos de equinodermos, no se había profundizado en su estudio al grado de definir a qué especie pertenecían, toda vez que este filo incluye a las estrellas, pepinos, estrellas serpiente, erizos, lirios, galletas y corazones de mar.
Los académicos citados, quienes colaboran desde 2010 y han participado en el registro de hallazgos como el de 164 estrellas de mar en una ofrenda de la Zona Arqueológica del Templo Mayor, solicitaron acceder a los materiales toltecas, los cuales están bajo resguardo de la Coordinación Nacional de Conservación del Patrimonio Cultural del INAH.
Según detalla el director del Proyecto Templo Mayor del INAH, Leonardo López Luján, –coautor de un artículo publicado en la edición más reciente de la revista Arqueología Mexicana, para pormenorizar este estudio–, las placas calcáreas formaban parte de una compleja ofrenda creada para representar un cosmograma, es decir, un modelo en miniatura del universo tal y como lo concebían los habitantes de la urbe altiplánica.
El contexto, fechado hacia los años 950-1000 d.C., fue descubierto entre 1993 y 1994, durante los trabajos emprendidos por la arqueóloga Elba Estrada Hernández, en el patio interno del segundo de los tres salones de los que disponía el inmueble antiguo, a fin de conocer su secuencia constructiva y rehabilitar su sistema de drenaje pluvial.
En una cavidad, de 44 centímetros de diámetro, que había sido sellada cuidadosamente, se halló la denominada Ofrenda 1, la cual contenía un tezcacuitlapilli o espejo dorsal, de 34 centímetros de diámetro, hecho con teselas de pirita y turquesa.
Cubriendo a este peculiar elemento se encontraba el mencionado cosmograma, conformado por cuatro grupos de objetos asociados simbólicamente con los rumbos cardinales: al norte había 11 cuentas de concha rosácea; al sur, 17 placas de concha nácar; al este, un fragmento de coral blando; y al oeste, la referida acumulación de placas calcáreas.
La contabilización de este último conjunto permitió identificar 2,720 placas, con longitudes que oscilan entre 2 y 15 milímetros, y un peso total de 64.84 gramos.
Por su antigüedad (entre 470 y 570 años mayor a la de los vestigios localizados en el Templo Mayor) y por el contexto de su enterramiento, las placas del Palacio Quemado son más suaves, poseen superficies desgastadas y muestran un proceso de mineralización.
Tras la separación morfológica de cada una de las placas diminutas, se emprendió su clasificación taxonómica y se identificaron con éxito las especies a las que pertenecen, para lo cual también se compararon con ejemplares modernos de estrellas de mar de la Colección Nacional de Equinodermos “Dra. María Elena Caso Muñoz”, del ICML.
Como resultado de lo anterior, se reconocieron tres individuos de la especie Nidorellia armata, conocida popularmente como ‘estrella chispas de chocolate’, y dos de Pentaceraster cumingi, cuyo apelativo común es el de ‘estrella cojín’.
A decir del colectivo de expertos, ambas especies son abundantes en aguas del océano Pacífico, desde el Golfo de California hasta el noroeste de Perú y las islas Galápagos, lo que establece conexiones directas entre los grupos humanos que prosperaron hacia el periodo Posclásico Temprano (900-1200 d.C.), en lo que hoy es el Altiplano y la costa del Pacífico mexicanos.
Y si bien en Tula se habían encontrado anteriormente estrellas de mar arqueológicas –en las excavaciones de Richard Diehl, en 1971— y se conocían sus representaciones artísticas en objetos de cerámica sellada, los nuevos estudios dan cuenta de la importancia simbólica que los toltecas atribuían a los equinodermos, tanto en su vida ritual como en sus concepciones cosmológicas.
“Hasta la fecha, únicamente se han identificado dos especies de estrellas de mar, ambas, por cierto, también presentes en las ofrendas de Tenochtitlan. Sin embargo, dada la gran antigüedad de los contextos arqueológicos de Tula, es posible que no hayan llegado a nuestros días especies más gráciles y por tanto más frágiles, sino solo aquellas de anatomía robusta”, concluye el artículo referido.
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