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La FILAH rendirá homenaje a Eckart Boege, estudioso y defensor del patrimonio biocultural de México

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En un planeta que ve escalar de forma irrefrenable los problemas ambientales, Eckart Boege Schmidt (Puebla, 1946) personifica una suerte de abogado del patrimonio biocultural, que defiende el modelo humboldtiano de una ciencia unificada de la naturaleza y la humanidad, un paradigma que proclama la dignidad de los humanos, sin poner a estos por encima de la naturaleza.

Como refiere el investigador emérito del Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH), “hoy en día, si comes un tlacoyo, estás consumiendo la experiencia de 300 generaciones de abuelas y abuelos. La ciencia del huarache es el conocimiento profundo que los indígenas tienen de la biodiversidad”.

Por abrir senderos para comprender la relación simbiótica de las poblaciones originarias con su hábitat, desde una perspectiva de corresponsabilidad política en la protección del territorio, el connotado antropólogo social y etnólogo será homenajeado por la Secretaría de Cultura del Gobierno de México, a través del INAH, en la 35 Feria Internacional del Libro de Antropología e Historia (FILAH), dedicada al tema “Patrimonio cultural y sostenibilidad”.

El 9 agosto de 2024 a las 10:00 horas, en el auditorio Jaime Torres Bodet del Museo Nacional de Antropología, colegas, amigos y discípulos, entre ellos el director general del INAH, Diego Prieto Hernández, y el biólogo Víctor Manuel Toledo Manzur, participarán en el reconocimiento al maestro Boege quien, en busca de nuevos horizontes interdisciplinarios, ha recurrido a las ciencias de la complejidad, ámbito donde estas carecen de fronteras y las certezas provisorias dan lugar a nuevas interpelaciones.

Más temprano que tarde, Eckart Boege consideró necesario entrecruzar las ciencias sociales y las naturales en su formación académica. Aunque obtuvo la licenciatura y la maestría en Antropología Social por la Escuela Nacional de Antropología e Historia (ENAH), y el doctorado en Etnología por la Universidad de Zúrich, Suiza; su afición por la fisiografía viene de la infancia.

Descendiente de una familia alemana, donde hay más de un connotado paleontólogo, y un padre biólogo que migró a México antes de estallar la Segunda Guerra Mundial; ambos, recuerda, tuvieron la oportunidad de acompañar en campo al Proyecto México (1964-1969), enfocado en la región Puebla-Tlaxcala, de la Fundación Alemana para la Investigación Científica, cuyos iniciadores fueron los arqueólogos Paul Kirchoff y Franz Termer.

En su propio árbol familiar tenía un tío arqueólogo, a quien conoció en un viaje de juventud, “entonces por allí había una veta humanista. Cuando regresé a México de esa estancia de un año en Alemania, anuncié con espada en la mano: ¡No voy a estudiar ingeniería, estudiaré arqueología! Mi mamá se puso a llorar −ella me veía trabajando en la planta de Volkswagen−, y me dijo: ¡Te vas a morir de hambre! Y miren, ya me morí de hambre, pues no”, dice sonriendo.

Fue el propio Kirchoff quien le recomendó estudiar arqueología en la ENAH, “que fue central para mi vida, porque me cambió la visión de mi propia historia. Había crecido en un ambiente poblano muy cerrado, y la escuela me movió el piso literalmente, porque había mucho movimiento, mucha crítica.

“Mi devenir intelectual está en la ENAH; una estancia en Berlín que me adentró en textos importantes y que me marcaron para decidirme por la antropología social, caso de Los condenados de la tierra, de Frantz Fanon; la participación en movimientos sociales… Luego, me interesé por la etnobiología y la ecología”.

Boege guarda un lugar especial para Los mazatecos ante la nación, su tesis doctoral, publicada como libro en 1987, porque refleja un momento de rupturas epistemológicas con la antropología indigenista: “Lo que teníamos enfrente −en la Mazateca Baja− era la expulsión de miles de ellos de sus territorios en los años 50, la adhesión de cientos al alzamiento de Henríquez Guzmán, por el despojo sufrido, y el proceso de una nueva expulsión de otros tantos por la venidera construcción de la presa Cerro de Oro. También, estaban los caciques vinculados con la comercialización usurera del café”.

La trama del libro, refiere, apuntalaba una pregunta general sobre la posibilidad de un proyecto propio (del control cultural por el pueblo indígena) en un territorio determinado. El tiempo le daría la razón, como demostrarían las luchas de los zapatistas por su autonomía, en Chiapas, o la reapropiación de los bosques en la Sierra de Juárez, o el movimiento de cooperativas indígenas de la Tosepan Titataniske en la Sierra de Puebla, en los que se ha involucrado.

Otro volumen es El patrimonio biocultural de los pueblos indígenas de México, que lleva el subtítulo Hacia la conservación ‘in situ’ de la biodiversidad y agrodiversidad en los territorios indígenas, concebido como un “acto amoroso”, inserto en un periodo que representa “la sexta gran extinción de las especies en la historia biológica, esta vez, provocada por los humanos”.

Con rigurosa metodología, en sus páginas el etnólogo vertió aspectos reveladores, entre ellos, una delimitación precisa de los territorios indígenas: 28 millones de hectáreas que representan el 14 por ciento de la superficie del país y, donde, a nivel nacional, se capta el 24 por ciento del agua. Asimismo, el libro sustenta la abundancia de las razas de maíz en toda la República Mexicana, y ayudó a abrir el debate acerca de la introducción de los transgénicos.

Eckart Boege concluye que “ante el cambio climático, el futuro se encuentra en la diversidad, en esos maíces cuyos genes resisten la sequía y la súper humedad, por un proceso de domesticación, cuyos secretos sigue conservando la gente del campo. La conciencia de adaptar la semilla. Eso es el patrimonio cultural”.

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